Ese día
pude resumir mi vida en una frase que apunté a lápiz en una servilleta. Un
sol empalagoso y frívolo golpeaba la ventana como queriéndome advertir de algo.
La mañana extendía su fino velo dorado sobre las baldosas de la cafetería. La
oscilación intermitente de la puerta sobre su eje me hizo evocar
aquellos portazos que no supe dar. Una corriente de viento procedente de afuera
quiso alcanzarme, y me sentí tan solo que olvidé si era yo aquel que estaba
conmigo a solas sentado.
Dos
viejos conocidos intercambiaban algunas palabras con cierto pesar, y un hombre
proclamó en el otro extremo de la barra que ya no necesitaría jamás esas
pastillas para estar bien. Los delirios de aquella cafetera oxidada parecían
una bandada de pájaros sordos quejándose.
La
mañana avanzó y yo me sumergí en ella, como una torpe poluta de polvo que
levita en un haz de luz. Salí de la cafetería. Parado delante de la puerta,
comprendí que una diminuta verdad brota de la esencia de las cosas, y te eché
de menos. Volví a casa y, de camino, una paloma me cagó en el corazón.
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